El llanto y grito silencioso; abusos sexuales infancia. Articulo en Toko-Ginecología Práctica 2001
Patologías múltiples que vemos en las consultas ginecológicas, difícilmente etiquetables en su patogenia
(amenorreas, dismenorreas, dispareunias, rechazo sexual hacia el cónyuge a quien por otra parte se quiere y respeta, esterilidad sine causa, abortos de repetición, mastodinias, anorexias nerviosas, subvaloración de la vida como mujer, confundir sexualidad con suciedad, y tanta semiología abigarrada y confusa) pueden ser el grito delator de ultrajes padecidos en la niñez y adolescencia, penosamente silenciados, y que afloran por fin al exterior como angustiosa petición de ayuda, para ser interpretado por el psicólogo y así intentar restañar esa herida, del cenagal de los recuerdos, con la terapia oportuna, son gritos de personas, tristemente «marcadas» en su presente y en su futuro.
Los psicólogos clínicos, los psicoterapeutas y, en ocasiones graves, los psiquiatras, pueden ser nuestros grandes colaboradores en la profundización de esas patologías que subyacen emboscadas-voluntaria o involuntariamente en la mente y en el recuerdo anestesiado de las pacientes, generando una tremenda problemática médico-social.
El llanto y grito silencioso que los expertos descubren con su hermenéutica de trabajo clínico, debiera ser conocido saber de su existencia real por la sociedad, en general y, en nuestro particular caso, por los ginecólogos. Quizá por ello hemos estimado oportuno resaltar esta penosa lacra, no para acallar gritos y llantos, sino para potenciarlos y propalarlos ante la sociedad civil y médica, al mismo tiempo que recogerlos específicamente por parte de los ginecólogos como valiosa herramienta de trabajo para una conveniente y necesaria diagnosis de claro acento clínico psicosomático.
Esta breve introducción da paso al texto que nos ha remitido el psicólogo Juan Cruz González como alegato y denuncia, y que sometemos a la consideración y reflexión de nuestros lectores.
J. Cruz y Hermida
Llanto y grito de personas jóvenes o adultas, en su mayoría mujeres, pertenecientes a familias de diversos niveles socioculturales, que acuden desesperadamente a consultar, no tanto para paliar sus estigmas de enfermedad, como para reencontrar su identidad y dignidad, cuando ya no pueden más con su situación anímica.
Algunos síntomas que presentan hablan de las secuelas que han dejado profundas heridas emocionales del pasado, todavía sin cicatrizar, incluso exacerbadas: intentos de suicidio, deseos de no vivir, desajustes de la realidad, trastornos psicosomáticos (sobre todo en la esfera genital), problemas en su identidad sexual, en sus relaciones sociales, familiares o de pareja, alteraciones en la alimentación (anorexia/bulimia), labilidad emocional, depresión.
Viven en continua lucha, con un secreto oculto que no se han atrevido a desvelar por ser parte de un tortuoso pasado, ajeno a su voluntad, que no pueden olvidar, marcado por terribles recuerdos, imágenes y pesadillas que, desde el presente, llenan de desesperanza el futuro y la ilusión por vivir.
Son personas que, generalmente, desde su primera infancia (seis a siete años, quizá menos), tuvieron que acostumbrarse a ser maltratadas ultrajadas y sufrir daños psicológicos, morales y físicos, que mancillaron su cuerpo y su alma. Algunas recuerdan tener menos de cinco años cuando se vieron obligadas a satisfacer, desde sus frágiles mentes y cuerpecillos, las perversiones y los deseos sexuales de repugnantes verdugos que, aprovechándose de su inocencia, de su ingenuidad y falta de discernimiento, actuaban premeditadamente, escondidos a los ojos de los demás, con total impunidad y libertad de acción, acompañando su actitud de amenazas para obtener el fruto del silencio.
Con el paso del tiempo, estas criaturas quedaban atrapadas en las redes de chantajes obligados y de perversa complicidad que sus agresores se encargaban, arteramente, de tejer en su incipiente autoestima. Cada abuso, independientemente de su frecuencia o continuidad, quedaba sistemáticamente silenciado en su obligado secreto sellado por finos hilos de engañosos efectos y caricias, juegos, tratos de favor, dádivas, intercambios, mensajes del aislamiento emocional y de normalidad, creando así un nudo mayor a la perversa relación.
Ajenas a la crueldad, pero ya apresadas en la red tejida por los deleznables pederastas, intentaban hacer una vida «normal», desde sus juegos infantiles, amistades, relaciones familiares y escolares, que se oscurecía con cada desalmado contacto. Las indefensas personitas, ante el daño, las molestias o la velada sospecha de que algo malo escondían esas situaciones, intentaban oponer resistencias o negativas hacia la relación que, por sistema, el agresor, desde su superioridad, desmontaba con ladina habilidad.
En un momento dado, las amenazas y represalias impedían a la víctima cualquier intento para escapar. Atrapada por la manipulación desde el miedo y sentimientos de culpa, el agresor fortalecía lazos de sumisión y pactos de silencio para asegurarse el aislamiento de su o sus víctimas, y en ocasiones de algunas de las personas de la familia (en el caso de hermanos, lo habitual sería que cada uno pasase por las mismas experiencias, pero silenciadas, cegadas o ensordecidas entre ellos mismos).
Con la autoestima cada vez más debilitada, decepcionada y con desconfianza generalizada hacia el ser humano adulto, quedaba sola y paralizada, tratando de romper la perversa complicidad, desde llantos y gritos silentes, que tan sólo los rincones de la casa y sus pequeñas almohadas escuchaban para intentar desahogar tanto sufrimiento de su dañado mundo emocional. Una paciente me confesaba su experiencia del pasado: ¿no sabe usted que también se puede llorar para adentro y así nadie ve las lágrimas?
Llegadas a la adolescencia, ya secas de sollozos, tuvieron que afrontar el terrible descubrimiento de lo que, hasta entonces, las estaba sucediendo. La vergüenza, el asco, la tristeza, la rabia, la desesperación y el total derrumbe de su autoestima las llevaba a vagar por su mundo, generalmente sin rumbo ni creencias, atrapadas en un siniestro chantaje emocional, e intentando destruir sus biografías traumáticas.
Estos sórdidos victimarios andarían ocultos entre las personas de su entorno: amigos de la familia o personas de confianza de la misma, compañeros vecinos, tíos, primos, hermanos, abuelos, padrastros, o ¡terrible degradación! el propio padre biológico, quienes, con alta probabilidad, seguirían tranquilamente, desde la «normalidad», intentanto buscar nuevas víctimas inocentes, evitando ser descubiertos y para ocultar las pruebas de su contumaz perversidad que no siempre psicopatía no dudarían en mostrar su desfachatez y frialdad tratando de culpabilizar a su víctima negando los «supuestos» abusos o mostrando un cínico gesto de horror hacia los mismos, e incluso responsabilizar y manifestar algún grado de preocupación y afectividad hacia ella ante los suyos y ante la sociedad.
Sería importante que aprendiésemos a prevenir, detectar, ver y escuchar los auténticos llantos y gritos silenciados de tantos pequeños que pueden pasar inadvertidos y que, desde su débil y triste denuncia, cuando se produce, destapan los oprobiosos hechos que generan las más oscuras patologías y realidades viciosas de la sociedad, recordándonos a todos la necesidad de ayudarles y lanzar al unísono y fuerte desde todos los sectores sociales, un continuado y justo grito: ¡¡Ya basta!!